Sigo sin tener una postura clara sobre los derbis. Si ensalzarlos a alturas épicas o desmitificarlos por completo. Me dispongo a realizar una introspección para despejar dicha incógnita. Si de verdad significa una rivalidad histórica, social y territorial que trasciende los noventa minutos o, como bien decía El Sabio de Hortaleza, tan solo es una moto que tuvo un amigo suyo.

Quizá mi experiencia no me posicione como el más indicado para discernir. El pasado 2 de septiembre perdí mi virginidad. Fuera, en su casa. Nunca había vivido un derbi y, como todas las primeras veces, fue una mierda. Me gustó y emocionó, igualmente. Era como vivir en una de esas historietas que me contaba mi abuelo. No era el Sitjar, ni éramos mayoría. Pero sí once tíos corriendo como condenados, un portero lo suficientemente pícaro para enamorar a la grada visitante y un abrazo de conciliación final entre las dos partes, que anticiparía la fantástica respuesta de la afición durante toda la temporada y el consecuente rendimiento del equipo.

En las calles, en los días previos, rivalidad la mínima. En Ciutat, alguna valiente bandera salió a presumir en sus balcones, más bermellones que blanquiazules. En Twitter, el bar del siglo XXI, carteles, burlas e iniciativas caldearon, también mínimamente, los ánimos. Ya en el campo, cuatro cánticos contestados entre aficiones. No se si los 37 años de espera han deteriorado la rivalidad o si mis expectativas residían en un West Ham-Milwall.

Parte de la afición desplazada a Son Malferit en el enfrentamiento de la primera vuelta.

Eso me hace pensar en nadar al otro lado de la orilla, abandonar los ojos pasionales y a veces utópicos con en los que veo el fútbol. A desmitificarlo, reducirlo a tres puntos más. Que lo único que lo diferencie de otro cualquiera es que el partido es contra tu vecino. Pero no necesariamente el vecino cabrón que te monta fiestas sábado si sábado también y os odiáis mutuamente. Sino con el que tan solo hablas, y encima del tiempo, cuando, desafortunadamente, te toca compartir ascensor.

Sigo sin tenerlo claro. Tan solo se que he bajado mis expectativas que aupaban el derbi a la altura de una guerra medieval. Y que, desde el respeto y el pacifismo, espero que vibremos. Que nos haga tirarnos de los pelos y envejecer un puñado de años por el estrés. Que sea digno de todos los que lo esperan con ansia desde hace semanas y, en términos futbolísticos, suficientemente atractivo para satisfacer a los escépticos del fenómeno derbi.