Volvimos a él. Y que bonito reencuentro. Con los campos encharcados, las gradas de hormigón y la cerveza con alcohol en vaso de Coca-Cola, hemos vuelto a sentir, y algunos hemos experimentado por primer vez, lo más parecido al fútbol que se puede vivir hoy en día. Algo que se asemeja bastante a lo que me contaba mi abuelo cuando sabía incluso menos de esta locura hecha deporte. Y ya puesto en materia, llamadme loco. Pero algo de mi quiere quedarse en el barro.

Una lucha entre la satisfacción de un posible ascenso (y, especialmente, su posterior celebración por las calles de Palma) y el seguir sintiéndose como en casa. Con la mágica cohesión entre plantilla y afición, los recónditos campos municipales de césped artificial y el olor al bocata de jamón del ínfimo bar. Con los desplazamientos de solo quince aficionados, que son más pregoneros de la buena nueva bermellona que solo aficionados. Los sentimientos y lagrimillas a flor de piel con un simple gol en el descuento y los vitoreos y alabanzas a una buena entrada. Y abrazarte con un hermano, desconocido, pero con tu misma camiseta.

Los sentimientos fluyen en partidos tensos como el derbi.

Lejos del profesionalismo también se vive bien. No lo he echado nada en falta. Ajenos a trapicheos arábigos saudíes y tonterías extrafutbolísticas protagonizadas por La Liga de «Fútbol» –remarco las comillas– Profesional. Sin el tipiquísimo debate del reparto televisivo y sus horarios, aunque nos hayamos sabido buscar nuestro propio drama con la autonómica.

Tuve la surte de desfrutar un poco más de mi primera década en primera. Y menuda suerte. Obviamente también hecho de menos los focos y los jugadores talentosos. Pero me compensa saber que los 8000 de cada jornada vienen a ver a los de rojo. Detestaba, y detesto, el parásito que viene con la visita de los grandes. Que no nos dejen muchos años ahí abajo, que igual nos quedamos. Y si no, habremos disfrutado la visita.